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Por Cuba, ¡que suenen los tambores!

Por Cuba, ¡que suenen los tambores!

 

“Vivo en un país libre, cual solamente puede ser libre, en esta tierra, en este instante y soy feliz porque soy gigante”. Los versos del poeta regresan a mí ahora mismo cuando llega el Día Mundial de los Derechos Humanos.

Pienso, entonces, en este país, que no es perfecto, pero donde la libertad y “el culto a la dignidad plena del hombre” es la ley primera de nuestra República, como pedía al Apóstol.

Camino por las calles de mi Patria y veo al anciano, o a la anciana, tranquilos, sentados en un Parque, discutiendo sobre la Serie de béisbol, o dando criterios sobre sus inconformidades, que también existen.

Las niñas y los niños con sus uniformes y sus pañoletas, que no llevan los zapatos del último grito de la moda, pero al fin, calzados, entonando canciones, y aprendiendo de lo humano y lo divino de este mundo en que les ha tocado vivir.

Y a la doctora en el consultorio, donde pueden faltar recursos, pero no una sonrisa y una mano siempre extendida. Y la maestra, en la vieja escuela, donde quizás falte un poco de pintura en sus paredes, pero no el pizarrón, la tiza y el libro siempre abierto para formar el mañana.

Los adolescentes, inquietos, transgresores, con sus uniformes cortos y ceñidos, dándose el primer beso de amor, o entonando la estridente canción que suena ahora, y también soñando con su futuro: una carrera universitaria, o un técnico medio, o un oficio. Sueños que no cuestan nada, sólo el esfuerzo.

Ahora mismo camino por mi barrio, y allí está Brenda, la jovencita de quince años, que nació con un Síndrome y ha debido someterse desde que nació a varias operaciones. Brenda se prepara como bibliotecaria, contra viento y marea.  Y sus padres jamás debieron abonar ni un céntimo por traerla de vuelta a la vida.

Allí está la vecina que quiero como una madre, que acaba de sufrir un infarto, dos meses ingresada en la Sala de Cuidados intensivos y de Cardiología, con un stent colocado en su corazón. También Josefa se recupera, agradeciendo cada minuto al team médico que no durmió para salvarla. Veo a mi madre anciana operada de la vista, como un milagro.

Y la vida diaria: los trabajadores por cuenta propia ofertando sus productos, la discusión sobre los precios disparados, los salarios que no alcanzan, el agua que no llega,  los panaderos pregonando el pan nuestro de cada día, los universitarios que van al Malecón de Santa Clara o al Mejunje, y el artista tresero negro, Maikel Elizarde, que acaba de confesarme que es una dicha haber nacido en Cuba, porque aquí pudo hacerse músico, sin pagar nada, sólo por su talento.

Y la emoción cuando veo al joven de otro país, formándose como médico, y aseverando que en esta isla aprendió el valor de la solidaridad y del amor.

Leo la carta de un camagüeyano, que agradece al Hospital Celestino Hernández y su colectivo, que según el mismo califica,” se hace gigante por no escatimar esfuerzos en nombre de la salud humana”.

Acabo de participar en una reunión femenina de mi provincia. Una mujer entrada en años, negra, gorda, tan cubana como nuestras palmas y nuestros tocororos, hizo una intervención que parecía todo un Himno a la Alegría.

“Que suenen los tambores por mi Cuba, por las mujeres que definitivamente ya no somos invisibles, porque tenemos voz y seguimos luchando por la igualdad y equidad. Que suenen los tambores por nuestros Héroes y mártires, por nuestras imperfecciones, por nuestra música, por nuestras raíces mambisas y rebeldes. ¡Que suenen los tambores porque somos libres, por esta Cuba de todas y de todos! ¡Que suenen los tambores!

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