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Un viaje a Masaya

Un viaje a Masaya

Un recorrido hasta la folklórica ciudad de Masaya me deja, una vez más, la certeza de que Nicaragua es un país colorido, henchido de tradiciones, de encuentros y desencuentros de una cultura que no renuncia a sus raíces.

En la plaza central aprecio artesanías diversas, hamacas tejidas, muñecas de trapos con bellísimos rostros, cerámicas trabajadas hasta la exquisitez, carteras y zapatos de piel, identificativos de esta tierra, blusas y vestidos bordados, en fin, la gracia y la sabiduría indígena que brota por las manos de quienes tejen siglos de amor.

Un gran mercado nos adentra en los secretos del comercio, donde no faltan los turistas, encantados de conocer otro sitio encantado de Nicaragua.

Mis guías Aída, Johanna y Roberto, me explican detalladamente las características de Masaya, identificada por sus lindas fiestas.

Me adentro en la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, donde se rinde culto a la Virgen María, que se presenta, según las creencias, de diversas maneras, y donde más se le necesita.

Me cuenta Johanna de una leyenda en la cual una de esas vírgenes, llamada de Cuapa, apareció en medio de la guerra en un sitio llamado Chontale. Allí pidió por la paz, y desde entonces, se le adora  como una patrona de la concordia y el amor.

Masaya reverbera del calor. Luego de darnos un tiempo para tomar un fresco, retornamos a la capital del país, con el compromiso de que habrá que regresar con más tiempo a esta ciudad turística, paradigma de Nicaragua.

Roberto, integrante de la Policía Nacional nicaragüense y esposo de Johanna, me invita a un sitio doloroso, “pero que también debe conocer”, asegura.

A unos kilómetros de allí subimos al Cerro Coyotepe, desde donde se divisa Masaya en todo su esplendor.

Allí estuvo la Fortaleza de la Mazmorra, donde se instauró una base militar de la Guardia somocista, y donde se implantó el crimen, la tortura y la muerte, en esos años que ya nadie quiere recordar.

Construido en 1893 por el General José Santos Zelaya, entonces Presidente del país, el lugar sirvió de resguardo durante los combates entre los leonenses (liberales), y los granadinos (conservadores), pues ambas ciudades se disputaban desesperadamente fungir como capital del país.

En 1937, Anastasio Somoza lo reconstruyó como cárcel para prisioneros políticos y de guerra.

Hoy el sitio pertenece a la Asociación de Boy Scouts de Nicaragua, pero todavía se denota abandono, y la huella del ensañamiento y el odio fascista.

Bajo tierra nos conduce el guía, y nos escalofriamos con lo que allí vemos: celdas frías, oscuras, donde no se divisa ni la palma de la mano y donde la humedad corta la respiración.

Unos murciélagos son nuestros acompañantes en aquel túnel tenebroso, donde vamos guiados por la luz de una linterna.

“Aquí muchos perdieron la vida, otros enloquecieron, y otros dejaron manchas de su sangre en las paredes”, dice el joven guía.

Nos aseguran que el torreón fue el lugar que más resistencia ofreció ante el avance del Frente Sandinista.

Duele saber que allí permanecieron y murieron muchos jóvenes nicas que soñaban con una patria diferente. Duele saber que en esas celdas se encerró la esperanza.

Salimos de aquel claustro oscuro y asfixiante, con los corazones apretados y lágrimas en los ojos.

Unos jóvenes turistas salen aterrados, y casi no creen lo que acaban de ver su vista.

“La dictadura tiene el rostro más terrible”, pienso, mientras bajamos el cerro y vemos nuevamente la imagen de una hermosa Masaya que renuncia al dolor pasado y se abre al viajero con sus colores, sus platos, sus artesanías y trajes típicos, y su amor.

 

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