Blogia
Dalia

Cuando era una niña

Cuando era una niña

Cuando era una niña pensaba que tenía el mundo en mis manos. Y de alguna manera tenía razón.

Porque dichosamente nací en un país que me proporcionó la oportunidad de estudiar, de jugar en la calle, de ser protagonista de actividades culturales, donde me paraba en puntas y recitaba poemas del Cucalambé, del Indio naborí, de Guillén y de José Martí.

Con mis amiguitas del barrio vestí de enfermera, fui maestra, doctora, ingeniera, ama de casa, madre.

Jugaba al pon, o a los yakis, o a los palitos chinos, o a los escondidos, o al “Un dos tres, Cruz Roja es”. Hice maldades, como abrir el refrigerador y coger cualquier alimento para hacer comiditas que daba a las muñecas.

Cuando tenía que ir al médico, no olvido las manos siempre suaves de mi madre sobre mi frente, y la certeza de que podía llevarme al médico, porque no le iban a cobrar ni un céntimo para curarme.

Para ir a la escuela, ella me vestía con un uniforme impecable, mi pañoleta de pionera, y el pelo recogido en trenzas, “con tantas cintas y lazos”, que ahora ni prefiero recordar.

Luego me apasioné por la lectura, gracias a la inteligencia natural de mis padres y tías que me demostraron que también la lectura cultiva el alma y nos hace mejores seres humanos.

Tuve una infancia feliz, indudablemente.

Tuve muchos sueños que he podido cristalizar con el paso del tiempo. Otros quedaron en el camino, pero no por falta de oportunidades.

Cuando dejé de ser una niña, supe que mi infancia feliz fue también gracias a que había nacido en una isla recién liberada, donde cristalizaban las ideas martianas, El Hombre de la Edad de Oro que pedía a todas las niñas y niños de la América que fueran sus amigos.

Con el Principito de Antoine de Saint Exupery comprendí que “lo esencial es invisible a los ojos”.

Pasó el tiempo y el destino me negó la posibilidad de ser madre, pero de alguna manera la maternidad que todas las mujeres llevamos por dentro me hace sonreír, suspirar y hasta llorar de ternura cuando veo a las niñas y niños de mi país ir a la escuela cada mañana, o saltar de alegría en los parques, o correr por mi barrio, dando gritos, llenándose las manos de piedras y tierra, mientras las madres corren tras ellos para que no hagan semejante maldad.

Soy feliz cuando algún niño o niña viene y me pregunta alguna duda de una tarea que le pusieron en su escuela.

Soy feliz cuando imagino la infancia que tuvieron mis sobrinos, sin preocupaciones, sólo con la obligación de estudiar y pasar de grado. Todos se hicieron profesionales, y eso lo debo también a mi humilde país, que no regala grandes bienes materiales, pero sí el tesoro mayor, ese que se alberga en el corazón, con la bondad, con los sentimientos, con el honor, cuando se sabe que hay cosas inmensas que nos hacen amar esta isla hasta la médula.

Soy feliz cuando veo a las madres embarazadas acariciando sus vientres, seguras del mañana, cuando veo a las abuelas esperando sus nietos, cuando veo a los papás jugando a la pelota con sus pequeños, incluso cuando visito el Hospital Infantil de Santa Clara, y un artista les arranca una risa a los niños enfermos, allí ingresados, gracias al proyecto “Para una sonrisa”.

Soy feliz cuando sé que ninguna niña o niño cubano hacen trabajos forzados, que no limpian carros, ni van a la agricultura, ni a una mina, o cuando digo con orgullo que no son obligados a prostituirse, y que no consumen drogas.

Soy feliz cuando llevo ahora a mi ahijada Daniela al Parque Zoológico, y corre para ver los animales, y para jugar desenfrenadamente con su amiguita Karla.

Soy feliz, y ahora mismo tengo la certeza de que esa felicidad me la regaló un país libre que no me ha robado los sueños, y que de alguna manera, sigue alimentando en mí el mismo espíritu de niña que me hizo crecer adorando la ternura, la fidelidad y el amor, dones de una infancia eterna  que jamás podré despedir.

0 comentarios