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Los derechos de mi madre

Los derechos de mi madre

Mi madre tiene 86 años. Camina cada día por el barrio, conversa con las amigas de la comunidad, busca alguna vianda en el mercado de la esquina y aún le queda tiempo, antes de preparar el almuerzo, de visitar a la vecina más cercana.

Cuando sobrevienen los achaques propios de la edad, va al consultorio del médico de la familia, y es atendida de inmediato.

Por la noche disfruta la televisión, sobre todo el Noticiero, los musicales y la novela de turno, ya sea extranjera o de producción nacional.

Mi madre ha vivido con carencias económicas: dificultades de un pequeño país sometido a un férreo bloqueo impuesto por Estados Unidos, y también donde han existido errores humanos, porque una Revolución también la hacen los hombres y las mujeres, y no somos perfectos.

Pero, asegura, su vida cambió para siempre hace 50 años.

Cuando converso con ella, y me habla de su infancia, todavía llora cuando recuerda cómo su padre tenía que salir por los campos para buscar trabajo desesperadamente y alimentar a la familia, o cómo su madre murió a los 53 años, por falta de asistencia médica que no podía sufragar una familia campesina antes de 1959.

Mi madre –junto a mi papá, ya fallecido- siempre repitieron que el mayor tesoro de una persona era el conocimiento, por eso  sus tres hijos nos hicimos profesionales: mi hermano mayor, profesor de Filología e Idiomas, mi hermana, médico, especialista en Gineco-obstetricia, y yo, Licenciada en Periodismo.

Y el mayor orgullo de ese tronco familiar es que todos los nietos siguieron la misma senda. Mis sobrinos son graduados o estudian carreras de la Educación Superior: Medicina, Ciencias Exactas en Biología, Ciencias Informáticas, Arquitectura.

Jamás vestimos la última moda, ni usamos zapatos de marca, pero fuimos felices, porque sabíamos que hay cosas más sagradas que las apariencias.

Mi madre defiende hasta con las uñas nuestro proyecto social. Es la primera el día de las votaciones para elegir al delegado de su circunscripción, y no se cansa de hablar de los duros tiempos pasados, y de todo lo que la revolución la hizo crecer como mujer, como persona.

En las rendiciones de cuenta del Poder Popular, en los encuentros de la comunidad alza su voz, critica cuando algo anda mal, ofrece soluciones, y también habla con los más jóvenes para que entiendan, con la razón de sus canas, qué fuimos y qué somos hoy, pero,  especialmente, hacia dónde queremos ir.

Cuando acabamos de celebrar el Día Universal de los Derechos Humanos, quizás mi madre no haya aprendido cada acápite del documento, aprobado hace 60 años, pero sabe que tiene derechos, que sus palabras son escuchadas, que puede dormir tranquila, porque mañana no será desalojada de su hogar, y porque sus nietos pueden seguir estudiando, y hacerse hombres y mujeres útiles, con sus propios esfuerzos y dedicación.

Quizás desconozca las estadísticas exactas y que la expectativa de vida en Villa Clara sigue creciendo a niveles comparables a los de los países desarrollados, pero está  consciente  de que su vida es importante, que tiene derecho a vivirla, aunque  haya llegado a la tercera edad, y así, sigue levantándose cada día, feliz, para llegar al mercado, conversar con las vecinas y recorrer su barrio, donde es atendida, querida y respetada.

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